Un cuento más de mi antología de cuentos Desastres, Delirios y Debrayes, autopublicada en 2017 y disponible de manera gratuita o por medio de donación en mi sitio de gumroad. Este es uno de mis favoritos, que lo disfruten.
Cuento protegido por una licencia Creative-Commons de Atribución-NoComercial 2.0 Genérica.
La puerta del
sótano está tapiada.
La casa reposa
sobre una calle que pasa la mayor parte del tiempo vacía, exceptuando al
repentino automóvil que dobla una esquina y se esfuma después de percatarse que
esta no era la calle que buscaba. Hay tres estructuras en esta cuadra. Está
esta casa, en el centro; a la izquierda se alza una gasolinera a medio
construir; y a la derecha un museo que cerró hace años porque las exhibiciones
que ponía jamás interesaron a nadie. Del otro lado de la calle hay un enorme
lote baldío, resguardado con una enorme barda blanca coronada por un alambre de
púas. Más allá del lote el pasto se termina abruptamente y a continuación se
extiende un infinito desierto.
Es una calle algo
inútil, y detrás de ella está la juiciosa ciudad, ignorándonos. Uno entra a la
calle por el lado izquierdo, pasa frente a la gasolinera, la casa, el museo, y
dobla de nuevo hacia la ciudad. Unos cuantos yonkis se juntan en la parte más
oscura de la calle los viernes por la noche, y mi hermano viene a verme cada
que puede, pero además de ellos no hay muchos visitantes por acá. De cuando en
cuando aparece algún turista perdido que se aleja apresurado después de
presenciar la desolación de la calle. Yo los miro a todos desde el gran
ventanal de la sala, que no tiene cortinas, y en donde paso la mayor parte de
mis días.
Detrás de la casa
hay un asilo de ancianos, y de vez en cuando algunas notas de la música de los
años veinte llega a mis oídos. Los vejestorios (como los llamábamos mi hermano
y yo) ponen esta música cada que pueden. No importa si no vivieron o nacieron
en los años veinte; esa música les toca el alma y los hace sacudir el esqueleto
a voluntad y no llevados de la mano por el párkinson. Los dos edificios, la
casa y el asilo, colindan entre ellos y el sonido viaja a través del concreto.
No me molesta, la verdad.
No tenía planeado
venir a vivir aquí. Pero entonces y de manera repentina murió mi tía, y nos
dejó sus dos propiedades a mi hermano y a mí. Él me dijo “Laura, quiero la casa
del centro”, y eso me alegró un poco porque, a pesar de ser más bonita, a mí
los lugares tan engentados como el centro de la ciudad no me gustan. De hecho,
me aterrorizan un poco. Considero que mi soledad es un lujo que me puedo y debo
permitir, ya que me ayuda a pensar con mayor claridad. Así que mi hermano se
mudó con su recién formada familia a la casa del centro y yo tomé todos mis
tiliches y abandoné mi pequeño departamento para venir a vivir a esta casa
grande y vacía, sobre esta calle inútil y abandonada, que se ve cara a cara con
el lote baldío que da lugar al desierto.
Hay seis
habitaciones en la casa; tres en el primer piso y dos en el segundo. Las
escaleras parecen haber sido construidas hace muchos, muchos años, tal vez más
de cien, y crujen cuando subes y rechinan cuando bajas, y la pintura blanca que
las adorna se ha ido descarapelando y tornando amarilla con el paso de los
años. Los barandales no son seguros, así que hay que procurar no recargarse en
ellos; el papel que decora las paredes está plagado de hongos y humedad y me ha
parecido ver ratones escabullirse entre los rincones de la alacena, pero igual
nada de esto me molesta. Como compensación por todo esto, las ventanas son
grandes y entra harto sol, y cuando me canso de barrer, dibujo figuras con los
montoncitos de polvo que se juntan en el suelo de la sala principal.
Hay, de hecho, una
séptima habitación en la casa: un sótano, pero la puerta está tapiada. Puedo
ver que alguien se esmeró en poner pintura encima y pretender que ahí no hay
nada, y el trabajo se ve bastante más nuevo que el resto de la casa. Pero yo
noto la puerta bañada en pintura, sellada con silicón, que mira todo lo que
sucede en el primer piso de la casa. Me pregunto si la orden de tapiarla la
habrá dado mi tía. Y el piso de la sala, donde la puerta está, es hueco. Sé, de esta manera, que es un sótano.
Algunas tardes piso más fuerte aquí y allá y creo ritmos y me río sola. No me
interesa investigar el sótano misterioso de mi tía, ni por mi cuenta ni con
ayuda de nadie más. Me gusta esta casa tal y como es, con su ominoso abandono,
con su curiosa existencia.
Cuando mi hermano
me visita, detiene su auto frente a la casa, me saluda, charlamos un rato y
luego se va. Nunca se queda demasiado tiempo, y con cierta fascinación morbosa
he notado que se va siempre al punto de las seis de la tarde, como si temiera
que lo atrapara el crepúsculo aquí dentro. Claro que también puede ser que
quiera ir a ver a su familia después de estar todo el día en el trabajo, y no
lo culpo. Lo que sí me ha dicho es que la casa le da escalofríos; no ahora que
vivo yo en ella, pero cuando éramos chicos y mi padre lo forzaba a entrar para
visitar a la tía, me lo decía en secreto en lo más lejano de la sala de estar.
A mí nunca me ha dado miedo, y entro y salgo y me tumbo en el piso cuando no
hay nada que hacer. Esta casa se ha vuelto tan parte de mí como yo de ella.
Ambas somos solitarias, ambas nos contentamos con lo simple y vivimos del aire.
Y nos echamos a perder con el tiempo. No voy a negar, sin embargo, que el
irracional miedo de mi hermano siempre me ha picado la curiosidad, como también
lo hace la puerta del sótano. ¿Estaba ahí cuando éramos niños?
En ocasiones,
mientras me encuentro tumbada en el suelo haciendo nada, sólo pensando, juego
con la imaginación, e intento descifrar lo que hay debajo de mí, en el sótano.
Una cosa es que no quiera averiguarlo, pero otra muy diferente es que me
entretenga preguntándome qué será. Un tesoro. Un muerto. Una salida. Todo.
Borges escondió en su sótano el Aleph, la mirilla al mundo, pero creo que en el
mío no hay nada. Borges se aburriría en esta casa, y se aburriría de mi pobre imaginación,
que se rinde tras unos cuantos minutos.
Sólo sé que la
puerta del sótano está tapiada, y que no hay nada que yo quiera hacer al
respecto. Respeto a la casa y a su integridad, y quiero creer, entonces, que la
casa me respetará a mí.
Mientras barría
esta mañana la zona junto a la puerta del sótano, algo de lo más curioso ha
pasado. Llevo varios años viviendo aquí, y esta situación ha sido una sorpresa
acerca de la cual no sé cómo sentirme. Es extraño. Pero para una persona como
yo todo tiene su gracia, y es que al acercarme a la puerta he escuchado tres
golpes al otro lado de la misma.
Toc. Toc. Toc.
Extrañada, como
cualquier otra persona con la cabeza bien puesta sobre los hombros, asumí que
los golpes en la puerta eran imaginación mía o el ruido de mis pasos
(retrasado, por alguna razón), y no les di importancia. Pero entonces sonaron
de nuevo mientras ponía el polvo en el recogedor.
Toc. Toc. Toc.
Ah, caray.
Toc.
Toc.
Toc.
Curiosa, me acerqué
a la puerta sin saber qué esperar, pero el sótano estaba tan callado como
siempre lo había estado. Esperé. Los golpes vinieron una cuarta vez, y en esta
ocasión no me pude resistir. Mi humor negro me ha movido a hacer algunas cosas
que una persona “común y corriente” no haría, y esto no fue la excepción. Jugando,
pregunté “¿Quién es?”.
“Por favor,
ábreme.”
La voz, rasposa, no
distinguía género. No sé cómo explicarlo, la verdad, pero no sonaba como voz de
hombre ni como voz de mujer, así que para no hacerme líos asumí que era la de
un hombre. No mentiré: la respuesta desde el sótano lanzó un escalofrío por mi
espalda, y mi mente me alertó que debía escapar. Pero otra parte de mi cabeza
me aseguraba que nada de esto tenía sentido, y que no debía temer. Y una parte
adicional me decía que mientras esa puerta estuviese cerrada, yo estaría a
salvo.
Con una seguridad
que me sorprendió respondí: “No puedo. La puerta está tapiada”. Y esperé a que
se molestara conmigo, que insistiera, pero en lugar de eso sólo hubo silencio.
Sacada de onda, me alejé de la puerta y la admiré durante unos minutos. ¿Qué
acababa de pasar? ¿Me lo habré imaginado? Me pellizqué. Chequé mi pulso. Todo
en orden. He tenido siempre una curiosa habilidad para sacar pensamientos
desagradables de mi cabeza para poder enfocarme en cosas más, digamos, prudentes.
Así que eso fue lo que hice. Resolví que parada ahí esperando a que una voz
–quizá inexistente– me respondiera, jamás averiguaría nada, y lo que me
convenía ahora era seguir con mi día como si nada hubiera pasado. No creo tener
problemas para dormir esta noche.
Los últimos tres
días, a la misma hora que el primero, aproximadamente, ha sucedido de nuevo:
Toc. Toc. Toc.
“¿Quién
es?”
“Por favor.
Ábreme.”
“No puedo, la
puerta está tapiada.”
Silencio.
Pasa justo cuando
el sol entra por la gran ventana de la sala, al acabarse el día, entre las
cinco y media y las seis de la tarde. Pero nunca antes o después de ese
momento. Ahora estoy segura de que no estoy soñando y de que no me estoy
imaginando las cosas. O de que tal vez esté loca. La soledad me ha vuelto loca.
Pero no, no puede ser; me rehúso rotundamente a creer esto. La soledad siempre
ha sido mi fiel compañera y jamás me haría algo semejante. Por ende, no estoy
loca.
He querido pensar
que es la voz de la casa, definitivamente un varón, entablando una conversación
conmigo. Pero ¿por qué querría la casa entrar en sí misma? ¿Una casa no sería
mujer? ¿Cómo funciona la anatomía de una casa? No sé. Sólo sé que no puede ser
mi casa. Mi casa sería directa conmigo.
Los últimos días he
dormido bien, también. Se acerca la hora. Debo estar ahí para responderle a mi
invitado.
Es de madrugada. Me
desperté sudando frío y en medio de un grito. Siento que las paredes se mueven
a mi alrededor y que mi cama intenta digerirme lentamente, así que me he
levantado y he sacado la cabeza por la ventana para tomar algo de aire fresco.
Escucho pisadas en el piso de abajo, como si alguien caminara en círculos por
la sala, pero sé que si bajo a investigar me encontraré parada sola y en
pijama, frente al gran ventanal. No tengo miedo. Al menos no conscientemente.
Pero mi cuerpo tirita violentamente, y no es por el frío.
Hoy me he dado
cuenta de que han pasado ya dos días desde la última vez que mi invitado llamó
a la puerta del sótano, y se me ocurre que quizás los vejestorios del asilo me
han estado jugando una broma. Sé que dije que no me interesaba resolver el
misterio de lo que se encontraba detrás de la puerta, pero mi invitado ha
logrado despertar mi curiosidad. Quizás esos ancianos sean la respuesta al
misterio. Tal vez lo que ocurre es que ese sótano era compartido por ambos
edificios y que eventualmente el asilo compró el espacio y que por eso tuvieron
que tapiar la puerta de este lado y cerrar el acceso. Eso. Eso puede ser. Pero
¿Para qué querrían un sótano los ancianos?
No sé. Quizás para
hacer un bar de jugos, o un parque de diversiones de la tercera edad; el
“Rompe-Caderas” seguro será la atracción más popular del lugar. O
quizás es una especie de burdel clandestino para ancianos, o un sitio en donde
las viejitas deseosas de aventura se prostituyen con los varones decrépitos que
aún pueden hacer un esfuerzo y dirigir su flujo sanguíneo hacia sus genitales.
Qué sé yo. O tal
vez es sólo una bodega para viejas andaderas y sillones rotos y camillas
vomitadas o con olor a muerto. O quizás sólo rellenaron el sótano con
cemento… pero no, la pared es hueca, entonces eso último no es posible.
Entonces ¿tienen un sótano los ancianos? ¿O su puerta también está tapiada?
Mi invitado
regresó. Toca la puerta una vez más, y como ya es costumbre entre nosotros,
sigo el diálogo:
“¿Quién
es?”
“Necesito que
me abras, está oscuro aquí.”
Sorprendida, me
hago a un lado. Es la primera vez que usa una frase diferente en todo el tiempo
que llevamos hablando. Además de que alcanzo a escuchar en su voz un dejo de
miedo, de verdadero miedo.
“¿Quién
eres?”
“Tú sabes. Por
favor, ábreme”.
“No puedo. De
veras. La puerta está tapiada”.
Silencio. No puedo
creer que nuestra conversación se ha vuelto real.
Quiere que le abra y las manos me tiemblan. Necesito un café, y mientras el
agua hierve me doy cuenta de que esto que he estado haciendo, estas
conversaciones con mi invitado, me están afectando. ¿Es de veras un juego?
Incluso le he puesto un nombre: Saúl. Creo que debo salir a tomar aire.
No regresé a casa
anoche, pero tampoco dormí en ningún otro lado. Encontré un pequeño café
abierto las 24 horas y me quedé sentada sorbiendo líquido marrón que me juraban
era capuccino. El café está a seis cuadras de mi casa, y para cuando amaneció
ya me había tomado más de siete tazas de esa porquería. Regresé a casa después
de las ocho de la mañana sin sentir que el tiempo hubiera pasado. Dormiré todo
el día, esperando que a mi huésped no se le ocurra ser ruidoso. Oh, ahí está,
tocando la puerta. Esta vez no caeré en su trampa.
Subo las escaleras
que llevan a mi dormitorio, giro la llave y pongo una silla bloqueando el paso.
Ahora mi puerta también está tapiada. ¿Qué hará cuando lo ignoro? ¿Se marchará?
¿Tocará toda la noche hasta que responda? El sueño me lleva con él. Saúl no
hace más ruido, hay paz, y le doy la bienvenida a esa paz como a una vieja
amiga.
Varios días de
silencio, a excepción de los pasos que pueblan la sala de estar en las noches
en que me rehúso a bajar. He escuchado también ruidos en el techo.
Toc.
Toc.
Toc.
¿Quién es?
Por favor ábreme.
No puedo, la puerta
está tapiada.
Por favor.
Por favor. Basta.
¿Quién eres?
Tú sabes quién soy.
No. Sólo sé que
esto empezó como un juego, que te he dado la bienvenida incluso si no te dejo
entrar, pero ahora estoy hecha pedazos. No puedo más con esto. No me dejas
dormir, y mis sueños, mis días y mis noches se mueren por tu culpa. Ya no me
gusta mi casa y ya no me gustas tú. ¿Qué quieres?
Ábreme.
¿Quién eres?
Soy yo. Soy tu
miedo. Soy el diablo.
¿El diablo?
El mismo.
No creo. El diablo
no pediría permiso para entrar. No eres el diablo.
Te digo que sí.
No.
No, no lo soy.
…
Toc.
Aquí estoy. ¿Quién
eres?
Soy yo, Saúl. ¿No
me vas a abrir?
No puedo. Saúl es
sólo un nombre divertido que me inventé para una anomalía en mi casa, nada más.
Y la puerta está tapiada. Tiene semanas que no barro el polvo de esta
habitación porque me da miedo acercarme a la puerta.
Pero ahora estás
sentada junto a esa misma puerta, hablando conmigo.
Lo sé.
Ábreme.
Muy bien.
¿En serio?
No. ¿Qué parte de
que la puerta está tapiada no entiendes? ¿Puedes adivinar que te llamo Saúl en
mi mente, pero no puedes entender el concepto de una puerta que no se puede
abrir?
Es un concepto
difícil. Va en contra de lo que una puerta representa.
Las puertas también
protegen cosas. ¿Por qué no la abres tú, diablo todo poderoso?
No puedo. Cada
noche es lo mismo y no puedo moverme. El día me abruma y las tardes son cuando
me arrastro hasta acá y te toco la puerta.
Y yo no puedo
dormir, y ahora estoy hablando contigo, el Saúl de detrás de la puerta que no
que no puedo abrir.
Y yo hablo con la
voz del otro lado de la puerta que no quiere abrirme.
De veras nom puedo.
Estoy tan cansada de ti y de tu voz y de tu toc toc toc que ya no sé nada. Era
divertido al principio, pero ahora… vete. Por favor.
Podría hacer eso,
pero regresaría.
Lo sé.
No miento.
Lo sé.
Te voy a extrañar.
…
En serio.
Lo sé. Pero yo te
tengo rencor.
Ese es el mejor
sentimiento, y provocará que regrese.
Toc. Toc. Toc.
¿No querías que me
fuera?
Era sólo para que
supieras cómo se siente.
Mi hermano fue la
primera visión que tuve cuando abrí los ojos. Dice haber llamado a mi teléfono
miles de veces, pero es un exagerado. Dice que cuando yo no contesté decidió ir
a verme, que usó una llave extra que yo le di para entrar a esa casa que tanto
le aterraba y que me halló en la sala de estar, frente a la puerta tapiada,
desmayada y con las uñas destrozadas de tanto arañar la madera. Dice que los
ancianos del asilo le dijeron que mis gritos los habían asustado, y que
pensaron que me mataban o algo peor. Dice que incluso llegó la policía.
Ha arreglado el
cuarto de invitados en su casa y ahora disfruto siendo yo la invitada de
alguien más. Mis sobrinos se pasean por mi cuarto, y uno de ellos le da besitos
a mis manos vendadas para que sanen más rápido.
Tal vez estar lejos de mi amada casa sea lo mejor por ahora. Aunque sigo sin poder dormir bien. Visiones de la puerta tapiada pueblan mis pesadillas, y el recuerdo de Saúl diciendo que volvería me despierta en las madrugadas. Lo escucho tocar la puerta del sótano todo el tiempo. Lo escucho acariciarme el corazón, y siento el frío roce de sus dedos en mi garganta. Luego desaparece. ¿A quién irá a aterrorizar cuando no me mata a mí?
-(CC) Emiliano Carrasco